miércoles, 9 de noviembre de 2011

Cosas que pasan cuando a uno le despiertan

Menuda historia. Yo estaba sentado, mano sobre mano, rumiando alguna hipótesis plausible. Algo más allá, Álvarez hojeaba con desgana el periódico de la víspera. Con las primeras luces la estancia cobraba un aspecto desangelado. Era como si los feos contornos del funcional mobiliario de oficina se desperezaran para sacudirse un mal sueño. Los restos de la cena inconclusa de la noche anterior nos miraban acusadores desde la mesa. Un par de moscas se hacían la corte sobre los restos de un muslo de pollo. Las navidades son unas fiestas entrañables, claro que sí. Porque te remueven las entrañas.
El agente Juan Blasco entró en la sala de guardia, dejando atrás el pasillo que conduce al depósito de cadáveres. Vino a sentarse pesadamente junto a nosotros. Su palidez, acentuada por la luz mortecina del fluorescente, no presagiaba buenas noticias.
-¡Vaya, Blasco!, cualquiera diría que acabas de ver a un difunto-, bromeé sin mucho entusiasmo.
-Y que lo diga, capitán. Nuestro hombre está ahora frío, de eso no hay duda.- Blasco encendió un lúgubre fósforo. Arrimando la lumbre a un mustio cigarrillo, puntualizó: -Anoche, sin embargo, iba bien caldeado.
Los otros dos le miramos inquisitivos.
-¿Tan mamado iba?-, terció Álvarez.
-Más que un lechón. Ardería una semana si le acercara esto.-Agregó Blasco, mostrando la brasa.-El equipo forense estima como posible causa de muerte una parada cardio-respiratoria por intoxicación etílica aguda.
-Bueno, ya sabéis lo que dice ese villancico sobre los peces en el río-, dijo Álvarez. Y, poniendo su mejor voz de borracho, se puso a tararearlo mientras simulaba pegarle un trago a una imaginaria botella de algo que no era agua.-Parece que éste, como no veía a Dios nacer, se ha ido arriba para verlo sentado en su trono.
-Recapitulemos: -dijo Blasco, ignorando el comentario jocoso de su compañero mientras aplastaba la colilla en uno de los muchos platos sucios que había sobre la mesa. Continuó luego:
-Nuestra actual ánima en pena iba esta madrugada la mar de alegre, armando un jaleo espantoso, hasta que nuestro detenido le apuntó y,... -Blasco hizo aquí ese inequívoco gesto que simboliza la tenencia de un arma de fuego, la mano derecha proyectada hacia delante, pulgar e índice formando una L que señalaba justo entre las cejas de Álvarez. - … ¡BANG!, resulta que lo dejó seco. Muchos vecinos de la zona habían llamado ya a la central para quejarse del alboroto, antes de que se produjera el… hum, desdichado incidente. Por lo demás los forenses no tienen nada a lo que agarrarse, salvo la ingesta de alcohol. Al menos por el momento.
             -Podría decirse que nuestro detenido... lo detuvo, valga la redundancia. -Remachó Álvarez.
- Bueno, pues parece que no podemos hacer mucho más por ahora. Y aún tardarán un buen rato en llamarnos desde El Juzgado, para trasladar a nuestro huésped. -Aduje con un suspiro. -¿Qué tal si entretanto echamos unas manos al póquer?
- Por mí de acuerdo. –Dijo Álvarez, barajando ya.

Mientras Álvarez repartía, observé el lugar reservado al calabozo de la comisaría, sumido aún en la más densa oscuridad. Desde el área de descanso que ocupábamos, situada en un rincón de la estancia e iluminada con la pobre luz de un único tubo de neón, podía apreciar cómo la penumbra de la sala iba siendo vencida por el tímido amanecer invernal. La oscuridad se hacía más y más densa hacia el calabozo, permitiéndome distinguir sólo el tenue y acerado brillo de los barrotes que nos separaban de aquel hombre. Unos barrotes que, aún a plena luz del día, se me habrían antojado, en este caso, insuficientes. Más allá de ellos, reinaban una oscuridad y un silencio absolutos. Recordé un documental de tiburones blancos que había visto la noche anterior por televisión. Y aunque era ese sujeto quien se hallaba en el interior de la jaula, era yo quien se sentía como aquel submarinista del programa, intentando averiguar desde mi precario refugio dónde se hallaba aquel pavoroso emisario de la muerte. Ningún ruido procedente de la celda. Si no fuera porque mis compañeros y yo lo habíamos enchironado allí, hacía sólo unas horas, los tres agentes que estábamos sentados a la mesa habríamos podido jurar ante el Altísimo que éramos los únicos presentes en las dependencias policiales. Nuestro hombre debía estar durmiendo. Supongo que para desechar una eventual volatilización del sujeto, nunca se sabe, encendí mi linterna y arrastré hacia la celda el débil haz de luz, haciéndolo rodar pausadamente por el suelo cual si se tratara de un pesado fardo. Las pilas estaban casi gastadas, suele suceder. El tipo había dejado sus gafas encima del lavabo. Ese hecho me tranquilizó de un modo absurdo; pensé que sin gafas, en caso de un hipotético intercambio de disparos, su puntería se vería perjudicada. Estaba tumbado en el catre. Dormido, en efecto. O eso, o disimulaba muy bien. En su cabeza, orientada hacia nosotros, se distinguían algunos pequeños vendajes. Apagué la linterna. Algo en el aire invitaba a la especulación taciturna y a ese diálogo distendido con los viejos camaradas, palabras apenas susurradas que pudieran relajar un ápice la tensión que crepitaba en el aire. Para ser sincero, que un hombre matara a otro disparándole únicamente con el dedo no me parecía un hecho corriente. No pude evitar insistir a Blasco, en voz baja:
-¿Y dices que en la autopsia no han encontrado nada?
-Nada que no sean las consabidas vísceras dentro de un cuerpo sin vida.- Debió entender por mi gesto que me tocaba las narices cuando se ponía dogmático, así que se apresuró a aclarar: -Lo que quiero decir es que no se han hallado ni heridas ni huellas de ninguna clase de arma en el cadáver. Tampoco hay rastro de balas. Nada de hojas metálicas ni de otros objetos punzantes o cortantes. Podría decirse que la muerte se produjo de forma natural. Si es que hay alguna muerte que lo sea.
-¿Muerte natural? ¡Venga ya!- terció Álvarez, también en susurros..-Una muerte tan natural como las tetas de la Obregón, no fastidies.
–Verás, si se pudiera mandar a la gente bajo tierra por el solo hecho de señalarla con el dedo, no habría espacio suficiente en los cementerios de la nación para albergar a todos los difuntos de esta santa ciudad. Yo mismo habría señalado a unos cuantos, te lo aseguro. A mi suegra, por ejemplo.
- Ya. Y a tu casero, ¿no?- Pinchó Álvarez.
- Ése estaría muy entretenido señalándote a ti con su otra cosa. Así que creo que lo dejaría correr, mira tú.- Devolvió con soltura Blasco, envolviendo el regalito con una sonrisa gélida.
- Bueno, bueno, calmaos. – intervine riendo. -Que a este paso no vais a dejar a ningún ciudad-ano en pie. Reconozcamos que en este caso la posibilidad de hallar balas en el cadáver era desdeñable.- Comenté con sorna mientras colocaba mis cartas sobre la mesa.- Full de ases y damas. Señoras y señores, hoy es mi noche. Traed para acá, par de babuinos. El día que aprendáis a jugar, entregaré la placa.
Retiré las monedas del centro de la mesa y, mientras Blasco mezclaba los naipes antes de dar, repasé mentalmente lo que teníamos. Aquella misma noche habíamos metido en “la nevera” el cuerpo de un hombre de 28 años, procedente del Hospital Central, lugar adonde lo habían ingresado, ya cadáver, a las dos y veinte de la madrugada del corriente.
Los hechos acaecieron en la noche del viernes al sábado, estando nuestro detenido acostado  también entonces, sólo que esta vez en su domicilio. El desalmado que ahora se enfriaba en el depósito, había tenido a bien ir largando villancicos a voz en cuello a la vez que daba palmas como un descosido (y con cierto arte, según testigos), con la aviesa y única intención de despertar a todo el vecindario para que compartieran su particular espíritu navideño. Hay que ser cabrón. En éstas estaba el energúmeno cuando alguien le increpó desde la ventana de un primer piso.
-Te vas a callar ahora mismo, tío gamberro.
-¿Ah, sí?-respondió el interpelado con voz ebria, deteniéndose. Sacó entonces una botella de anís El Mono que llevaba en algún lugar de su mugriento abrigo. Echándose primero una generosa ración coleto abajo, bramó luego, mientras blandía la botella hacia la ventana de quien le hablaba:
-¿Y quién es el mal nacido que lo manda?
-Lo mando yo. Y créeme cuando te digo que te conviene hacerme caso.-A estas alturas medio barrio tenía las persianas levantadas para ver qué estaba ocurriendo. Y medio barrio pudo ver por tanto, para su consternación y recuerdo, lo que ocurrió. Cosas que pasan cuando a uno le despiertan.
Lo siguiente sucedió sin mediar palabra. El tipo de la calle, ni corto ni perezoso, giró con fuerza la botella sobre su cabeza y la lanzó hacia la ventana de su interlocutor. La botella se estrelló contra el marco, a sólo un palmo de la cabeza de su objetivo. Algunas esquirlas de la pequeña lluvia de cristales cayeron sobre el hombre del primer piso, produciéndole algunos cortes en la cara y en el cuello, ninguno de consideración. El tipo no se inmutó. Todos los que vieron la escena coinciden en su versión de lo sucedido. El de la ventana levantó lentamente su mano derecha, apuntando con sus dedos índice y medio extendidos hacia quien había estado a punto de descalabrarle. Entonces dijo algo así como:
- ¡Bang!
Algo así. Y todo terminó. El tipo del abrigo puso los ojos en blanco mientras parecía que sus rodillas se alegraran de verse y, echándose las manos al pecho, cayó fulminado en el acto.
Nada más. Después de aquello, la calle se sumió en un silencio sepulcral. Alguien tuvo la feliz ocurrencia de llamar a la policía. El presunto autor del homicidio fue detenido y conducido a la comisaría más cercana, donde se le sometió a interrogatorio por espacio de varias horas. También se tomó declaración a los testigos presenciales, nueve en total si descontamos a una vieja gagá que simplemente miraba a la luna, Dios sabrá qué demonios se le habría perdido allí arriba a esas horas. Todas las versiones coincidían en lo esencial. En lo que no había acuerdo era en la onomatopeya empleada para emular el sonido del disparo. Unos creían haber oído PAM. Otros, PSHIUUU. Otros, POW. Incluso hubo algunos que estaban lo suficientemente cerca para poder ver, pero lo bastante lejos como para no tener que oír lo que fuera que salió de la bocaza de aquel hombre en momento tan aciago. Tengo para mí que quizá no dijera nada. Tal vez nadie oyó ningún sonido, porque tal vez no hubo sonido alguno. Pero negar el sonido era tanto como negar que todo arma hace ruido al disparar. Ya sea una pistola, una escopeta,... o una mano. Negar el sonido era negar cualquier atisbo de existencia de un nexo causal en todo aquello. Y nadie quiere creer en casualidades en momentos como ése, créanme.
Lo único que se había sacado en limpio es que Óscar Leiva, 47 tacos, farmacéutico, casado, dos hijos, se encontraba profundamente dormido cuando aquel salvaje le despertó. A él y al resto del barrio que no fuera sordo. Enfurecido, se levantó y se dirigió como una flecha hacia la ventana de su dormitorio. Luego pasó todo lo demás ya referido. El sargento Pou se encargó de interrogar al detenido, con su habitual falta de eficacia. A la pregunta de por qué diantres hizo eso de dispararle con el dedo, Óscar respondía invariablemente:
-Yo acababa de tener un sueño. En mi sueño alguien intentaba agredirme, y yo le pegaba un tiro.
-Eso suena bastante raro.
-También habría sonado bastante raro que en el sueño alguien me hubiera dicho que esta noche iba a estar aquí hablando con usted. ¿No le parece? Y sin embargo aquí estamos.
-¿Está usted intentando liarme? Haga el favor y no me cambie de tema.- Rezongó el sargento Pou, un gordo policía, algo viejo ya, y que lucía una fea verruga en su frente.
-Así que reconoce usted que iba armado.- Gruñó el abuelote. Pou era, además de algo viejo, del todo estúpido, como supongo habrán adivinado.
-Bueno… En mi sueño, sí- Matizó Óscar, algo perplejo por la pregunta.
Y no hubo modo alguno de que modificara esta línea de los hechos. Por lo demás bastante sencilla, si se piensa. Los numerosos testigos corroboraron esta versión punto por punto (si nos olvidamos de que si pim, pam, pum).
Y ahora estábamos allí, custodiando a nuestro hombre hasta que a un buen magistrado se le ocurriera ponerse la toga después de una noche reparadora para atender de los conflictos entre los hombres. Imaginé a un juez señalando acusador a nuestro reo, culpable por ese gesto hasta de haber nacido, el infalible dedo justiciero, el largo brazo de la ley, que le hacía caer exánime y despatarrado sobre el banquillo de los acusados, causando tremendo estrépito. Un escalofrío irracional me recorrió el espinazo desde la nuca hasta donde la espalda pierde su nombre. Borré aquella imagen de mi mente, no sin esfuerzo.
-Supongo que en nuestro oficio también existen las coincidencias, después de todo.-Logré decir con voz lo bastante firme. Los otros dos se quedaron mirándome de hito en hito, sin saber muy bien qué decir.
Y entonces una voz surgió de la celda del detenido. La voz, al principio vacilante, nos llegó luego tan amenazadora como el filo de un hacha. Y desde luego no era la voz de Óscar Leiva. No al menos la que nosotros le conocíamos. Aquello no se parecía a nada que yo hubiera oído antes. Tal vez ni siquiera fuera una voz humana, ahora que lo pienso. Blasco casi se cayó de su silla y sus cartas protestaron ante el apretón que les propinó. Los tres, por instinto, echamos las manos al cinto, aunque ninguno de nosotros llegara a desenfundar.
-¿Qué carajo es eso?- Soltó Álvarez
- Tal vez esté sonámbulo. –Sugerí, poco convencido.
- ¿Sonámbulo?¡Y un cuerno!
Estábamos los tres tensos en nuestras sillas, sin atrevernos a movernos para evitar perdernos nada de lo que dijera aquella voz horrísona, un murmullo gorgoteante y pleno de silbidos y chasquidos. Aunque estábamos aterrados, nos acuciaba otra clase de urgencia, la necesidad de comprobar que dos más dos seguían sumando cuatro, aunque hubiesen cambiado la pizarra de sitio. Y todos coincidimos, al comentar después este episodio, como algunas veces haríamos desde entonces, que se nos erizó el pelo de la cabeza y de los hombros al oír aquellos sonidos que parecían formar parte de un malsano delirio. Enfoqué la débil luz de mi linterna hacia el bulto que se removía entre las sábanas con espasmos febriles, movimientos sincopados más propios de un ofidio que de un ser humano. Un levísimo resplandor iridiscente parecía irradiar de entre los pliegues de las sábanas convulsas y de las vendas que cubrían su cabeza. Las palabras llegaban confusas y entre ellas anidaba un inteligible parloteo burbujeante. No pudimos poner en pie cuáles de ellas habían tenido sentido, y cuáles carecían de él.
- Anótalo todo ahí,- le dije a Blasco, y le tendí el as de picas que había tenido en mi mano, preparado para jugarlo, para que lo escribiera en el blanco reverso.
Él puso cara de "no me hagas esto, macho". Pero cogió el bolígrafo sin rechistar. Aunque sólo se tratara de las palabras de un hombre dormido, aquel hombre dormido era el mismo que se había cargado a aquel otro, desde considerable distancia y armado tan solo con sus dedos, y sólo por el hecho de que le despertara. Eso daba qué pensar. Por tanto, a todos nos pareció que cualquier cosa que manara de la boca de aquel ser dormido, fuera loquefuese, debía encerrar algo terriblemente importante, algo que había de quedar registrado indefectiblemente. Y no nos equivocábamos respecto a esto.
Entonces, nuestro hombre se calló a la par que se terminaron las pilas de mi linterna, como si el muy mamón hubiera decidido de repente que era mejor hacerse el interesante. Los tres policías que rodeábamos la mesa nos miramos con una tensa impaciencia. Mandé a Álvarez que encendiera la luz del calabozo, para lo cual tenía que acercarse unos cinco metros hacia él.
-Podria dispararme, mi capitán.
-Déjate de leches, Álvarez. Sabes tan bien como yo que está desarmado. Enciende esa luz o te vas a enterar de lo que es un expediente disciplinario por desacato.
El bolígrafo de Ibáñez temblaba en su mano, vibrante. Me vino a la imaginación de forma confusa alguna de esas escenas de espiritismo de una película de serie B. Blascomédium. Álvarez y yo hacía ya un rato que habíamos desenfundado nuestras armas y apuntábamos con ellas en dirección al oscuro calabozo. Álvarez había ido acercándose a la llave de la luz, paso a paso, en cumplimiento de mi orden. Intenté concentrarme. Casi podía oír nuestros corazones, latiendo como uno solo. El silencio llenaba ahora cada rincón de la amplia habitación, como una masa de gelatina amorfa e incómoda. Entonces Álvarez accionó por fin el interruptor y casi nos da un infarto al ver a Óscar Leiva, de pie al lado del lavabo y vuelto hacia nosotros con los brazos en cruz. Estaba desnudo como su madre lo trajo al mundo y sus ojos en blanco debían andar buscando lo poco sano que pudiera quedar en su cerebro. Estuvimos a punto de vaciar sendos cargadores sobre aquel fantoche. Pero, sin previo aviso, una serie de números y palabras empezó a brotar de su boca. Ibáñez anotó todo cuidadosamente, al reverso de la carta que yo le había entregado. Finalmente la voz se detuvo y todo quedó en silencio. Óscar se tumbó desnudo sobre el catre como si tal cosa y Álvarez, con un mal entendido sentido del decoro, volvió a apagar la luz.
-Enciende otra vez la puta luz, Álvarez.
-Pero si ya podemos verle, mire
Cogí la carta que me ofrecía mi amigo y leí lo que ponía en su dorso:
La suerte es esquiva con los ignorantes… Sólo faltan unos días…La Gorgona lo dijo con su redonda boca abierta…. ¡Corred… or vuestras bolas!… (risas)…  como los 15 árboles que te brindan su aliento… (más risas)…(jadeos rítmicos)…5 farolas… para alumbrar tu soledad… y estos 3 hombres… ¿seguro que escuchan?... Y un solo corazón
Eso era todo. Pasó un buen rato hasta que decidimos despertarle. No encendí las luces de su celda para verle mejor, no quería verle mejor. Con la luz del grisáceo día ya era más que suficiente. A veces ni siquiera la luz del sol puede hacer huir a los fantasmas. Le llaméen voz alta por su nombre y el tipo se incorporó maquinalmente en el camastro y se puso los pantalones, pálido y sudoroso. Luego se levantó y se aseó silenciosamente en el lavabo, primero la cara y las manos. Luego el torso y la nucaFinalmente se secó, terminó de vestirse y se sentó en la cama. Actuaba como si la cosa no fuera con él.
-¿Una mala noche?¿Otra vez has soñado que te atacaban?-le presioné con cautela.
-No exactamente.
-¿Qué quieres decir? ¿Recuerdas lo qué has soñado?
- Un tipo se acercó hacia mí. Era una calle oscura, pero él no parecía hostil. Me habló: "No tengas miedo de que ella te elija. Y deja que te toque". Eso fue lo que dijo.
-¿El tipo quería tocarte? Ja, ja, ja. Pero, hombre, ¿qué iba a decir de eso tu señora?
- Cuidado con lo que insinúa. No se refería a él, sino a ella. Hablaba de ella.
- Vale ¿Quién es ella?
- Y yo qué sé.
- Pues vamos bien. ¿Y cómo era él?
- Quién.
-¿Quién va a ser, juanpelotas? El tipo que te asaltó en el callejón.
- No me asaltó, ya se lo he dicho. Era un tipo normal. Alto quizás. Yo qué sé como era. Llevaba un traje negro. Quiero hablar con mi abogado. Sáquenme de aquí. Yo no he hecho nada.
- Eso ya lo veremos.- Y le di la espalda, no sin cierta aprensión.-Coge las llaves del coche patrulla, Blasco. Vamos a custodiar hasta los Juzgados a este señor tan raro.
La brisa de la mañana despejó nuestra cabezas. No pudo llevarse todo lo que habíamos vivido aquella noche, no era una brisa tan fuerte. Tampoco pudo barrer toda la porquería que el desmoronado  señor Leiva iba desgranando en la parte trasera del coche, abatido sobre sus esposas. Hablaba de un experimento fallido en el laboratorio de su farmacia, de como a partir de entonces dioses paganos turbaban su sueño con pesadillas infernales. Habló de Dula y de Astaroth, demonios que gobernaban reinos sangrientos con garras de acero y que se asomaban a través de su débil mente al frágil mundo de los hombres. Habló mucho. Y muy poco de aquello fue lo que se pudo llevar la tenue brisa. Ni un tornado habría podido arrastrar toda esa mierda.

Al día siguiente fuimos a investigar a la calle en que se produjeron los hechos. Era una calle corta. Un operario del Ayuntamiento estaba arreglando una de las farolas que flanqueaban la acera. Las conté. Cinco en total. Cuando sumé el total de los árboles ya no me sorprendí. Saqué el as de picas que había guardado en la cartera y reparé en el dibujo que aparecía en el anverso. Justo en el centro del as negro se veía el dibujo de una cabra riendo. Anoté los números. Supongo que habría tardado algo menos en averiguarlo si aquél farmaceútico tarado me hubiera confesado que el tipo de su segundo sueño premonitorio de aquella noche era calvo como una bola de billar.
-¿Recordáis el nombre de ese puesto de loterías de la calle Serrano?
-La Cabra Majara, creo.-dudó Blasco.
-Casi. Se llama La Cabra Negra.
-Exacto. Pues tenemos que salir pitando para allá. Pitando y con la sirena puesta.
-¿Y eso por qué?
- Porque la Lotería de El Niño se juega pasado mañana. Y los tres queremos salir de pobres.
Cuando llegamos a la Administración de Loterías del Estado no nos sorprendió ver los décimos de ese número colgando del cristal. 015531. Los compramos todos, la serie completa. Cuando nos encontramos preferimos no hablar demasiado del asunto. Pero ninguno de los cuatro hemos tenido que volver a trabajar desde entonces. Y digo ninguno de los cuatro porque le dimos tres a nuestro involuntario benefactor.
             Ser agradecidos es de bien nacidos. Además, así no se expone uno a que le señalen por la calle con el dedo.

AUTOR:GUILLERMO CANELO

2 comentarios:

  1. Sin duda,Guille,es un relato que atrapa,te tiene en tensión,la curiosidad me mataba...

    De repente alguien me ha despertado, y lo mejor que he podido hacer es volver a leer tu relato,sonreir y pensar que probablemente hoy nadie me señale con el dedo.

    Muy grande!!

    un besazo

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  2. El Sepulturero Torero13 de noviembre de 2011, 23:09

    Gracias, missterror, seguro que a ese desalmado que turbó tu sueño le reserva el destino una hora "señalada." Un abrazo

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