domingo, 16 de octubre de 2011

Un suceso tan poco corriente

Nueva pieza de Guillermo Canelo.Un historia que esconde mil historias.Diseñado para ser leído con rapidez y disfrutado con tranquilidad.

Al pasar el último y vertiginoso pueblo, veloz sucesión de puertas y ventanas reflejadas en los cristales del coche, apenas un puñado de casas, sujetas al cielo por esas antenas parabólicas, tan amarillas sobre el intenso azul como chinchetas en una cartulina, casas que se encogían indiferentes en el retrovisor, diciendo adiós con sus niños asomados a los portales entreabiertos, niños de ojos inexpresivos, moviendo las inertes manecitas, adiós, adiós, y quién iba a pensar que ella rompería a hablar justo ahora, suceden cosas tan raras en este mundo, ni siquiera este hecho singular habría tenido demasiada importancia, habría sido mucho más insólito, con todo, que lo que saliera de su boca hubiera sido algo amable para variar, o cuando menos algún sapo o culebra de tamaño inferior al habitual, eso habría sido más "aceptable", o bien que hubiese mencionado algo digno de reseñar aun sin ser importante, después de todo muy poco en la vida lo es, alguna de esas observaciones insustanciales o frases hechas que, no siendo la paga del milenio, sirven al menos para pagar las croquetas del almuerzo, tocar alguno de esos lugares comunes que nos impidieran tener que emprender una vez más ese camino obligatorio hacia la eterna revisión del aciago programa, la famosa grabación de su brillante actuación estelar, tantas veces contemplada, los dos muy quietos y sin mirarnos en el sofá de la salita, el televisor, testigo neutral del desmoronamiento comunicativo entre ambos, mostrando en su inexorable pantalla el corto trayecto que media entre Quebienvás y Todoalamierda, localidad esta última en la que reside el famoso Fallo de la Octava Pregunta, como un único habitante de tal municipio, ciudadano que se va clonando a la vuelta de cada esquina, multiplicado en espejos deformantes que amplifican su magnitud, treinta mil euros no habrían alcanzado para una vida nueva, desde luego, las vidas nuevas salen mucho más caras, pero habrían bastado al menos para que ella dejara de restregar su pérdida una y otra vez sobre su mala conciencia, como si de una fregona grasienta y apulgonada se tratara, fregona que va y viene con ese movimiento derrotado y pendular, ensuciando en lugar de limpiar, pasando siete veces por cada sitio, y dejando todo cada vez más sucio que antes, aún más sucio, sin que yo le achacara jamás que tal vez ella podría haberse esforzado un poco más en recordar que Lenin no es la capital de ningún estado, son cosas que pasan, como esos árboles de ahí, cipreses creo, se trata ahora de un fugaz siempreserio, uno de esos sitios de los que no cabe escapatoria, con sus cruces blancas y sus lápidas marchitas que reverberan en la luz de la tarde ++ +++ + + , emulando la multiplicación progresiva de los postes de telégrafo TT T T T T T TT y de las líneas blancas de la carretera polvorienta - - - - - - - - , caray con el camión de las narices, a ver si se aparta un poco, parece el descomunal trasero de la señora de esta mañana en el ascensor, con la enorme boca del agobiado carrito de la compra abierta de par en par, ofreciendo un amplio muestrario de su capacidad digestiva y amenazando con regurgitar, al menor traqueteo imprevisto del elevador, una ingente cantidad de alimentos envasados al vacío (al vacío existencial), ¿qué piso, señora?¿quiere usted que le meta una de esas latas de conserva por el culo para aligerar la carga y poder empotrarla así en el escuálido ascensor?, nula visibilidad, camión bulímico, no es molestia, señora, a mandar, si lo que hubiera surgido de su boca hubiera sido algo de veras destacable, algo parecido a "Cariño, por fin me he dado cuenta de cuánto te quiero", si hubiera sido algo así, no habría tenido inconveniente en tardar un poco más en coger los auriculares, siempre se atascan porque se enredan con las cintas de radiocasette, tengo que cambiarlas de sitio, o mejor tirarlas, sospecho encarnizadas batallas en las que unos hambrientos auriculares envuelven en su febril abrazo a las obsoletas víctimas de sus desvelos, mangostas y cobras, anacondas y tapires, auriculares y cintas de radiocasette, "por fin me he dado cuenta", ni habría prestado oídos a semejante afirmación, para qué quiero las cintas si ya no enciendo el viejo, prehistórico, trasnochado trasto, si casi nunca oigo música, se ve que hace tiempo que me fui con ella a otra parte, alguna otra parte, cuando me pongo los cascos es sólo para no oírla cuando empieza a hablar, venga a hacer reproches egoístas, que si la chica fuera un día del año sería el día de asuntos propios, día empleado en la exaltación de un lenguaje convenientemente vejatorio, día propicio para agrandar los límites del cansancio de este hombre que conduce ahora confuso, día invertido en fomentar la destrucción de un matrimonio ya derruído, enlaces y desenlaces, una relación que se deshace en la boca como un caramelo podrido, asuntos propios al ritmo de los tragos esquivos a la botella de anís para borrar la hora de ese reloj que acusa al marido de no saber llegar antes, el mismo reloj cuyo reflejo en mi café diluyo cada mañana con lentos movimientos de cucharilla, café en el que ahogo también el reflejo de la cara ceñuda de ella, icono vigilante de un perpetuo desayuno indigesto, cual Medusa de ojos ígneos, imposibles de soportar de forma directa (aunque uno, para según qué cosas, siga sin ser de piedra), matrimonio, maltiroalmoño, martirioamonio, mardeinsomnio, qué difícil elegir los adjetivos sustantivos cuando hay tan poca sustancia que adjetivar, pero luego es descubrir su cuerpo níveo tras la mampara de la ducha, me gusta constatar que el pestillo sigue sin echar, aunque lo hizo poner en la puerta del baño para hacer patente que mis intrusiones en su intimidad no serían aceptadas, y me tengo que alegrar de las insanas costumbres, las que no ceden terreno al tedio con facilidad, un faro asoma ahora su cabeza hiriente por encima de los pinares, los faros no sólo señalan su ruta a los barcos, también gobiernan los ciegos itinerarios de los hombres, esas piernas por las que alzo mis plegarias a Dios, adiós, adiós, para que me permita volver a besarlas justo donde mejor huelen, en esa misma zona que ella se acaricia con parsimonia ante mis ojos codiciosos, elevándome, elevándome, "ay, querido, hoy he ido a probarme ese vestido maravilloso que me prometiste", yo quedo pensando: ¿seguro que lo prometí?, si verdaderamente lo prometí, hice cierto aquello de que lo prometido es deuda, tan cierto como que debo hasta mis promesas yo, puta mierda de empleo, una sucursal bancaria con tres clientes de media a la hora, debería cerrar por inducir a sus empleados a la depresión, mire usted, señor juez, prueba documental número 5, quién habría podido evitar golpearla en la cabeza, después de volver del trabajo un día cualquiera, el televisor encendido fue lo primero que vieron mis ojos, esto no era nada nuevo, pero también fue lo primero que hallaron mis manos, y esto vaya si era nuevo, ya lo creo, emitía jadeos luminosos a cada golpe, ya nunca volverás a fallar la Octava Pregunta, amorcito, zush, zush, zush, parpadeos de luz como los de esos faros que se acercan, tal vez sea preferible no soñar, pero quién puede evitar soñar cuando su vida es una pesadilla, quién puede esquivar la idea, esa idea dolorosa y fatal como un balazo en el hígado, de escapar a otro lugar, uno donde no haya sucursales ni vestidos caros ni caras amargas ahogándose en el amargo café, huír a otro pueblo como éste que recién se acaba de fugar por la derecha, enmarcando con ferocidad de puertas verdes y muros blancos su rostro altivo y sereno, un pueblo sin nombre en el que me pregunto cómo puede haber hablado quien ya no está conmigo, aún no, cómo puedo ver a mi lado su rostro altivo y sereno, siempre de perfil, las malditas cintas que se obstruyen, un pájaro que remonta el vuelo lo justo para despistar, un camión que impide la visibilidad, unos faros que se acercan, faros que me indican el ineludible camino, un suceso tan poco corriente, cómo frenar antes de empotrarme, empotrarnos, contra ese árbol de la cerrada curva a la izquierda, ¿es un ciprés? no, aún no lo es, y notar ese tacto viscoso en las manos que se saben rojas sin mirarlas siquiera, y mirar hacia donde debe estar ella, buscar su rostro vuelto hacia mi, siempre serio, la mirada fija, buscarlo allá donde ella no está, y oír de nuevo esa voz que ya no le pertenece, que ya no pertenece a ninguno de los dos, diciéndome:
- Querido, tú y yo tenemos que hablar.
De "La inquietud del acero". Por Guillermo Canelo.

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